¿Tu empresa colapsa cuando tus directores se van de vacaciones?

Hace poco alguien me preguntó por qué tantas empresas se complican cuando su director se toma unos días de descanso. Mi respuesta fue clara: el problema no es el descanso, es la estructura.

Si una empresa se detiene porque el jefe se va de vacaciones, el problema no es la ausencia del jefe. Lo que estamos viendo es una señal seria de que algo está mal diseñado. Lo que en apariencia es solo una pausa operativa revela, en realidad, una estructura de poder completamente desequilibrada. Una estructura en la que las decisiones no circulan libremente, sino que se estrellan contra un único cuello de botella. No fluyen, se estancan. La operación no sigue su curso natural y se frena. Y eso pasa porque todo ha sido concentrado en una sola persona. Una persona que, al ausentarse, deja a todos en pausa.

Y no hablamos de falta de voluntad por parte del equipo. Muchas veces, la gente quiere actuar, pero el sistema no le da ni el espacio ni las herramientas para hacerlo. La organización no está pensada para funcionar de manera distribuida, sino para ser operada desde un solo centro de control. Se ha confundido control con eficiencia, como si delegar fuera un riesgo en lugar de una necesidad operativa. Hay dependencia. Y una dependencia así, por más justificada que parezca, es una fragilidad estructural que compromete la estabilidad de toda la operación. Lo que debería funcionar con autonomía se paraliza. Lo que debería ser un equipo se convierte en un simple grupo que espera.

Tampoco es que la gente no sepa qué hacer. Es que nunca se le ha permitido hacerlo sin pedir permiso. Nunca se le ha dado espacio para tomar decisiones con criterio propio, y mucho menos para equivocarse sin temor a ser sancionada. Lo que se instala es una cultura de espera. Una especie de obediencia silenciosa que se disfraza de eficiencia, pero que en realidad es un signo de desconfianza institucionalizada.

Y esa desconfianza no es inocua. Tiene efectos inmediatos. Se pierden oportunidades, se incumplen plazos, se deteriora la atención al cliente. Cada día que pasa sin que nadie pueda actuar suma un costo que es tangible, no solo en dinero, sino en reputación. Y lo más absurdo es que ese jefe, al volver, en vez de encontrarse con una operación en orden y con continuidad, halla un caos acumulado que ahora depende otra vez solo de él para resolverse, generando un ciclo vicioso que perfectamente se podría evitar.

Pero ese efecto operativo es apenas la superficie. La causa real es cultural. Se trata de una forma de gestión basada en la desconfianza hacia el criterio de los demás. Si solo una persona puede decidir, lo que se está diciendo de fondo es que el resto no es capaz. Y esa idea no solo bloquea la autonomía, sino que elimina cualquier intento de proactividad. Se espera instrucciones, se evita proponer, y se castiga el error antes que aprender de él.

Con el tiempo, eso cobra un precio más alto. Los profesionales competentes se dan cuenta de que sus capacidades no están siendo aprovechadas. No son parte de la solución sino simples ejecutores que esperan indicaciones. Y cuando eso se vuelve rutina, la gente que tiene criterio se va. Porque una cosa es tener un rol definido, y otra muy distinta es ser un espectador permanente. Los mejores talentos no están dispuestos a vivir eternamente en la fila de espera. Y cuando se van, la empresa no solo pierde manos: pierde inteligencia, experiencia, capacidad de respuesta. Pierde futuro.

¿Hay formas de evitar esta trampa? Sí, pero no basta con asignar encargados temporales mientras el jefe no está. Eso puede resolver lo urgente, pero no cambia lo estructural. Lo importante es establecer umbrales claros: qué decisiones pueden tomarse en cada nivel, con base en qué criterios, y sin necesidad de pedir permiso para cada paso. Eso no genera caos. Al contrario: Es una forma concreta de ordenar la operación para dejar de depender de personas insustituibles y empezar a confiar en procesos replicables.

Esto implica formar al equipo, no solo en habilidades técnicas, sino en toma de decisiones. Implica escribir, documentar, ordenar, y sobre todo, permitir que se actúe. Y sí, también implica tolerar errores. Porque una organización que no acepta el error como parte del aprendizaje, nunca va a permitir que nadie crezca en serio. Ni como profesional, ni como responsable de un área.

Una empresa bien diseñada no se detiene cuando alguien sale de vacaciones. No porque esa persona no sea valiosa, sino porque el sistema es más fuerte que cualquier individuo. Ese es el verdadero indicador de madurez organizacional: que el ritmo se mantenga sin sobresaltos, no porque haya alguien que lo impone, sino porque todos saben lo que tienen que hacer y tienen permiso para hacerlo.

Vale la pena detenerse a revisar si tu operación depende del control de una persona o del funcionamiento de un sistema. Lo primero desgasta. Lo segundo, escala.